Tuesday, July 12, 2005

Resumen (collagge autocensurado)

Cuando era más chico jugaba al fútbol, y era muy bueno. Hace años que no juego un partido. Jugaba de 7 o de 9. El lenguaje de las demás personas me parece incoherente.


Ya no hay pueblos ni barrios que se deformen con el paso del tiempo, ya no hace falta acostarse y hablar con las paredes. Me gusta el color violeta.

Hace dos años me gustaba leer a una poeta adolescente nacida en Bélgica y llamada Sophie Podolski, que escribió un solo libro y se suicidó a los diecinueve años. Yo tengo diecinueve años y no publiqué ningún libro.

Abrigos y sombreros abandonados bajo la lluvia en un Buenos Aires imperceptible. Un grupo de viejos borrachos están tomando ginebra en la última mesa del bar. Al lado del parlante una chica escucha canciones de los '80 y veo que mueve los labios como si las estuviera cantando, aunque yo no conozca la letra de la canción. La muchacha de pelo violeta se aleja del parlante y va hasta el baño a vomitar. Sus ojos en el espejo son como cartas sin posibilidades de ganar la próxima mano. Voy hasta el baño a hacerle compañía. Sin darse vuelta, me mira en el espejo. Estoy apoyado en los azulejos blancos con una remera colorada y un jean roto. No es necesario que me acompañes a la estación, dice. Aquí amanece gris y el viento trae violetas. La escena se repite hasta el hartazgo.

No puedo hilar lo que digo. No puedo hacerme entender, sostener el pulso narrativo, contar algo desde un punto A hasta un punto Z transpasando una serie de hechos lógicos y coherentes. Por ahí sea porque la realidad me parece un enjambre de frases sueltas.

Hace un tiempo estuve con una chica que se llamaba Milena o Melina, no me acuerdo. Milena llegó a mi casa y le dije sentate en el sofá. Saqué el sacacorchos de un cajón y abrí un vino. Estábamos los dos en ese sofá tomando ese vino y charlando sobre la música que escuchábamos y sobre el clima, cada vez más frío y con menos lluvias, y sobre un relámpago que golpeó la ventana, y sobre algo que ella vio el otro día. Podemos elegir seguir conversando o comenzar a besarnos. Afuera la luna es gorda y llena de cicatrices. El vino rojo nos hace cada vez más jóvenes, convierte a cada palabra en mejor y menos importante. No te preocupes, me dice. La luna se mueve en dirección desdentente. Milena habla pero ya no la escucho. Pienso que el departamento es muy chico, que cada palabra salida de sus labios parece ocuparlo todo entre las cuatro paredes. Al apretar una de sus manos tuve conciencia de lo frías que estaban, y sostuve esa mano fría entre mis dos manos tibias y nerviosas. Qué noche preciosa, qué silencio precioso, me dice al oído. El amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Todo rejuvenece cada segundo un poco más, pero no demasiado, y con cada prenda que alguien se saca es posible que rejuvenezca un año. Descontarse años como ropas, siete años en siete prendas. Cuando una mujer se desviste se debe guardar silencio. Nadie puede merecerla. Afuera de la ventana estallaba un relámpago. Muy lentamente empezó a llover. Todo parece indicar que la memoria y la delicadeza se arrastran hacia el interruptor de la luz, hacia los gestos exquisitos. Pero la luz se agota no como si la apagaran desde el interruptor, sino lentamente, como si atardeciera, lenta y desesperada. Alguien al otro lado de la ventana sonríe o se entristece al escuchar los gemidos. Milena está desnuda en la cama.

Dos avenidas que se cruzan en el punto exacto al que denominamos cucaracha son ahora el azar.

La persona amada un día te dirá que no te ama y no entenderás nada. Sólo sobreviven los peores. Dios se lleva a los buenos.

En un chiste de Liniers aparecido en un periódico dominical hay un chico dudando de si debe salir con el paraguas o no. Si sale sin el paraguas y llueve se moja. Si sale con el paraguas y no llueve va a estar todo el día con el paraguas en la mano como un idiota. En el último cuadro de la historieta el chico está sin el paraguas abajo de la lluvia torrencial. Liniers lo denomina "el chico duda".

Despierto transpirando. Milena tiene los ojos azules y lee un libro de Bolaño, Amberes, junto a la computadora. Soñé que veo llover en barrios que reconozco pero en los cuales no estuve jamás. Camino por una galería solitaria. Nunca estuve en Buenos Aires, pienso. Veo rostros que abren la boca y no pueden hablar y cierran los ojos y sus bocas son borradas como si hubieran estado dibujadas con lapiz y nunca hubieran sido reales. Pero dale, marica triste. Quisiste ser Malena, quisiste ser rosa china, pero naciste varóncito y heterosexual.

El silencio es el amor así como tu voz es un pájaro. Y no existe obra que justifique la lentitud de movimientos y los obstáculos. No existe ningún tipo de libro que justifique el aburrimiento.

El chico duda se levanta a la mañana y mira por la ventana. Mira de reojo al paraguas. Tiene miedo, eso es evidente. Mira el techo, la computadora, su propia biblioteca. Le gustaría seguir durmiendo, pero no debe. Al final, se decide y sale sin el paraguas. En el último cuadro de la historieta está debajo de una lluvia fuerte y sin el paraguas.

La muchacha se sentó en la terraza de un restaurante y pidió la botella de vino blanco más fría que tengan. Sacó una libreta y empezó a escribir con una letra muy chiquita palabras que desde acá no distingo. Cuando el mozo trajo el vino, ella ya se había decidido por un plato de sorrentinos y una ensalada de tomate, ajo y perejil. No tenemos perejil, dijo el mozo empezando a transpirar. La mujer se bajó los anteojos de sol y miró directamente a los ojos al hombre gordo con traje blanco y delantal negro. Parecía un chanchito nervioso. El mozo temblaba y transpiraba. ¿Cómo que no tienen perejil? Dijo, muy lentamente, Milena. El pobre hombre sufría tanto que pensé: "está perdiendo algunos kilos". ¿Cómo que no tienen perejil? Se nos acabó, dijo tartamudeando el camarero. Se nos acabó el perejil de la cerámica y de las cucarachas, se acabó el perejil que nos tranquiliza en la mañana cuando las maricas sentimos dolor de torax.

Está perdiendo algunos kilos. La ternura de puta vieja y su espiral de silencio cambiando lentamente de color. Y ya no pido toda la soledad del mundo sino tiempo. Ellos me disparan. Frases como "he perdido hasta el humor", o "tantas noches solo", etc., me devuelven el sentido del repliegue. No hay nada escrito. No hay en el mundo nada escrito.

El autor escribe esto sentado en un bar con una botella de cerveza a treinta centímetros del papel. Llama al mozo y le pide un vaso de ginebra. El mozo se extraña, pues al autor le queda aún media botella de cerveza, pero igual le trae su ginebra. El autor la toma de un trago y sigue escribiendo y mirando la ventana por turnos. Alguien podría pensar que está escribiendo lo que ve por la ventana, pero no es así.

La puerta se cierra atrás mío. Elijo avanzar por el pasillo.

Cuando la chica del perejil se levanta, cierro mi cuaderno y corro tras ella sin pagar la consumisión. Entra en un negocio y yo también entro, todavía con mi cuaderno en la mano. Le digo algo, quizás un chiste, mi voz se pierde, se fragmenta, ella se ríe. Creo que solo se trataba de una muchacha triste. Sus ojos y sus labios eran fríos y cálidos a la vez, como la locura; a veces hago esfuerzos por repetirlos en mi imaginación y dibujarlos en una hoja de papel. Supongo que nadie me va a creer, pero yo nunca quise acostarme con ella, todo se dio progresivamente y a mi pesar. Después de cruzar un par de palabras en ese negocio la invité a tomar cervezas. Cuando nos sentamos me preguntó ¿Hoy hiciste cosas hermosas?

¿Hoy hiciste cosas hermosas? El tiempo nos ha juntado y nos ha vuelto a separar para siempre. Entre mi texto y yo hay algo que respira de modo muy jóven. En el sistema Shakespeare están todas las historias, me dicen que no hace falta intentar decir cosas nuevas, que todo intento de comunicación es imposible, pero vale la pena hacer el esfuerzo. Nos acercamos corriendo a la suavidad. Todo está amueblado con una huella que tiene algo que, a falta de una palabra mejor, me animo a llamar nostalgia.

Entonces Milena, tomando la primera cerveza, me cuenta que le gusta ir al gimnasio y hacer natación. Que lee a Cortázar y va todas las semanas al cine.

El negro sabe que nada vale la pena, pero que hay que seguir intentando. Yo todavía no entendí a qué se refiere, pero seguro que algún día lo voy a procesar y digerir. Tiene un tatuaje bastante feo en el brazo izquierdo y me dice que refiere a una historia de amor. Le pido que no me la cuente, por favor, no quiero escuchar una historia nunca más, mucho menos de amor, mucho menos si culminó con un tatuaje ridículo. En el fondo de la escena los marineros brasileros cantaban una canción triste cuya letra apenas podía entenderse. Entendía palabras como "perdidos", "bautismo de fuego", "esconderse". El hombre del tatuaje realizó el mismo movimiento una y otra vez. Estornudó. Me miró con pena. Después lo vi alejarse por la ventana. Alguien lo esperaba del otro lado de la calle con una bolsa colorada en la mano derecha.

Se pasean los fantasmas de Plaza Congreso por las escaleras de la pensión donde vivo transitoriamente. Tapado hasta las cejas, inmóvil en la cama, transpirando y repitiendo mentalmente palabras que no quieren decir nada los oigo revolverse, encender y apagar las luces, subir con una prudencia insoportable hacia la terraza.

Yo soy la luna.

Cuando consigo juntar el coraje suficiente le pregunto a Milena porqué le gusta tanto el perejil. Mi familia tenía muchos campos en los que se sembraba y cosechaba perejil, me dice, y me trae recuerdos, solamente oler el perejil puede hacerme feliz. Yo le digo que no sabía que existen campos enteros dedicados exclusivamente al cultivo de perejil. ¿Y vos de dónde te pensás que sale el perejil? Me dice Milena. Lo pienso un rato y suena lógico. Dos avenidas que se cruzan en el punto exacto al que denominamos cucaracha son ahora el azar.

Está perdiendo algunos kilos. La puerta se cierra atrás mío. Elijo avanzar por el pasillo.

A veces hago esfuerzos para recordar lo más gráficamente posible cada lugar en el que viví. Ahora me parece conseguirlo con un piso que tuve hace dos o tres años en Caballito. Era un ambiente cerrado y muy chico, sombrío, caluroso. Una cama que cuando tenía invitados (algo no muy frecuente) hacía de sofá con una colcha violeta y al lado una mesita de luz cubierta con un paño de terciopelo rojo. El paño tiene manchas pequeñas, gotitas, aparentemente de vino, un vino de color muy suave o rosado, probablemente un syrah rosè. Había libros y papeles en el suelo, muchísimos libros y muchísimos papeles que hacían una montaña, y un gatito blanco. Todo contribuía a una atmósfera tan cercana a la calma como al miedo más silencioso. Yo me aburría y la pasaba muy mal. En esa época casi no escribía.

Le dije a mi amiga judía que es muy triste estar a esta hora en un bar escuchando historias. Nadie sabía cómo carajo cambiar de tema. Todo se llenaba hasta que rebalsaba por las ventanas. La mierda goteaba de cada frase a la altura de los pechos. Sos la persona más triste que conozco, le dije a mi amiga. Nada espectacular, estas son las historias que puedo contarte, el viento se lleva las gotas de lluvia, la luna sube o baja dependiendo de la hora, el pronóstico del tiempo predice inestabilidad y un hombre como salido de un mito griego te abraza y yo me siento celoso pero no tengo nada que hacer. La verdad es que no quiero perderte, le digo, pero ya te perdí hace tiempo.

Durante poco tiempo menos de un instante permanezco entre dos vidrios. Le propongo a Milena dejarnos de joder, venir a mi departamento y destapar un vino, pero desvía la conversación hacia quién sabe dónde. Estos recovecos verbales me hacen feliz, sé que son negativos pero me hacen muy feliz, intentar dominarlos es como deslizarme por un tobogán en la punta del cual me espera una nenita o un amigo. Pedimos otra cerveza y alguien habla de un bautismo de fuego. La canción de los marineros, alguien dice en otra mesa. Entre nosotros dos hay un sistema con una clarísima respiración juvenil. En el sistema Shakespeare están todas las historias.

Alguna vez tuve pocos años y me encantaba mirar por la ventana. No sé cómo explicarte todo lo que me cuesta escribir. Me salen nada más que frases sueltas. Posiblemente porque la realidad me parece nada más que un tejido de frases sueltas.

En una época casi no escribía. Caminaba, me subía a colectivos porque me gustaba su
número o su color, caprichosamente. Escribía, sí, pero frases sueltas en servilletas de
bares, que guardaba. No tenía pareja ni amigos. Después de unos meses de vivir de ese modo decidí volver a lo de mis papás.

Hace más de un año que no me enamoro. Hace más de tres años que me fui de lo de mis
papás para no volver. Hace más de dos años que no estoy en pareja fija, es decir, una
persona a la que veo más de cuatro veces por semana, a la que le escribo poemas malos pero tiernos y me dice que le gustan y a la que le muestro lo que escribo antes que a los demás.

El chico duda se agarra un hombro. Mira por la ventana, tararea una canción ininteligible o que no conozco. Camina debajo de la lluvia y puede ser feliz. Mira cada tanto al cielo.

Por ahí nadie me crea pero yo nunca quise acostarme con ella. Todo se fue dando progresivamente y a mi pesar. Creo que sólo se trataba de una muchacha triste. Tras cantar canciones de los '80 me miró en el espejo de un bar y dijo "¿hoy hiciste cosas hermosas?".

Lo miré fijamente a los ojos y le pregunté si de verdad creía que Manuel Obligado sería capaz de hacer algo así. Yo pienso que sí, me dijo el negro, yo pienso que Manu, mientras está con una mujer como Natalia, puede hacer algo así. Es decir, está perdiendo, de a gotitas, es cierto, pero la está perdiendo, a toda su generosidad. En cambio, de nostalgia, mejor ni hablemos.

Hasta ayer pensaba que mi vida podía ser diferente, estaba enamorado y podía cada tanto salir a caminar a la noche. Ahora trabajo doce horas diarias y apenas puedo escribir. Pero vos estás escribiendo en prosa, y sabés lo que cuesta sostener una métrica en estos días. Yo creo que todos los poemas son poemas de amor, dice timidamente la voz, que no hay ningún poema que hable de algo que no sea el amor. Igualmente vale la pena intentar escribir poemas de amor, poemas sobre cosas lindas y que atraigan antes a la felicidad que a la tristeza. La verdad es que no quiero perderte, pero ya te perdí hace tiempo. Me puedo levantar a una mina mostrándole un poema, pero nunca retenerla. Llegado cierto punto de compenetración con la escritura (o peor aún: con el escritor) las palabras están vacías y son todas iguales.

Mi voz se pierde, se fragmenta. Era una chica muy dulce pero estaba un poco loca. Sus ojos eran fríos, a veces intento dibujarlos. La soledad es una vertiente del egoísmo. La persona amada un buen día te dirá que no te ama. No vas a entender nada. Dios se lleva a los buenos. En septiembre estaré solo. En octubre y noviembre esperaré las moras

No hay en este lugar nada que podamos conseguir con plata, la plata como el cordón umbilical que nos comunica con las mujeres y el paisaje. Alguien, de sexo femenino, dice tengo miedo. Se llama Milena y creo que es bailarina. La miro con muchas ganas de llorar, pero no lloro. La acaricio entre los pechos, miro su espalda y pienso en un poema viejo que decía algo sobre la espalda de un ángel, pero todo nos parece envejecido hasta la redundancia y la náusea. La luna llena de cicatrices se cae al suelo como un muerto abandonado. Nos queremos hablar, pero por alguna razón todavía no nos hablamos.

Junio, muy pronto. Julio, se acerca. Agosto, tú debes. Septiembre, recuerda. Octubre, se acabó. (Dicho de los marineros en alta mar citado por Malcolm Lowry).

La felicidad de un nene chiquito y la tristeza de un monstruo. Esta será tu primer estrategia de seducción, me susurran al oído.

A veces intento dibujar cada lugar en el que viví. A veces intento dibujar los ojos de cada chica con la que estuve. Tal vez por esa razón vivo solo y durante tres años no hice nada.

Uno va creciendo muy despacito y no se da cuenta de los cambios. Creía que era un chico, pero de golpe me miro en el reflejo de mi ventana y soy una persona que si no consigue trabajo en una semana se queda en la calle. Es así como pasan todas las cosas del mundo.

La vida no vale nada. La única banda sonora era la tos seca y moribunda de alguien a quien nunca pudimos ver. Rubias idiotas muriéndose lentamente en la punta de tu verga.
Supongo que todas las películas que vi en mi vida no me van a servir de nada cuando me muera. Error. Te van a servir, creeme. Seguí yendo al cine. Seguí caminando debajo de la lluvia sin paraguas. De golpe la chica a la que querés te dirá que ya no te ama y no entenderás nada. Eso me pasó a mí. Hace más de un año que no me enamoro. La vida no vale nada. Sólo me acuerdo de una muchacha flaca, de piernas largas y pecosas. En la esquina hay chicos de mi edad que se conformarían con tan poco que no sé de qué me quejo.

Despierto transpirando. Mi pareja transitoria, una belga llamada Sofía tiene los ojos azules y lee los cuentos de Poe junto a la pileta, mientras las otras chicas hablan de géneros, de paraguas y de la existencia o inexistencia del amor eterno. Me vuelvo a dormir y sueño que veo llover en barrios que reconozco pero en los cuales no estuve nunca. Camino por una galería solitaria. Siempre estuve en Buenos Aires, pienso.

Leí en un libro de fantasmas que la desconocida está acostada en la cama.

Hay bailando muy lejos de acá, a más de veinte metros, una nenita rubia de menos de cinco años. Parece subnormal, creo que es estúpida. Me río y miro la pared. Después de un rato vuelvo la vista hacia la pista de baile. Ya no hay nadie. ¿El azar no es suficiente prueba del amor? ¿Las líneas paralelas que se cruzan en el infinito no son una prueba suficiente de que te están buscando y espiando cuando dormís tranquilo por las noches?


Un gordo poniéndole salsa a un chancho entero a la parrilla. Miro la escena y no puedo parar de reir: aparece su mujer gorda con sus dos hijitos, Eusebia, la nena gorda, una nena gorda y rubia realmente gigante, y el más chiquito, no sé cómo se llama, pero también es muy gordo, y los cuatro gordos hablan como si fueran personas normales y no puedo parar de reirme, me duele la panza. De golpe aparece el tío. Es chino. Los cuatro gordos y el chino se ponen a bailar una canción.

De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de agarrarme de los pelos y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. A lo humano y a lo divino. Como esos versos de Leopardi que Li Po recitaría en un puente nórdico para armarse de coraje, así sea mi escritura.


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