Saturday, October 15, 2005

¿A qué desierto van los escritores que se marchan dejando una novela sin acabar del todo? ¿Cuánto te faltaba realmente para rematar 2666? Un día, hace no tanto, me dijiste que pensabas abandonarla. Yo no te creí y te pregunté por qué. Tú respondiste: Porque sé que no soy Tolstoi.
Pero déjame que te diga que ni los diarios de tu Tolstoi, morales y severos y a la vez un poco brutales, un poco como a ti te gustaban los rusos, superan la elocuencia de tus monólogos furiosos. Qué conversador caprichoso, placentero eras. Qué espirales dialécticas. Te gustaba hablar como un maldito: blasfemabas, desafiabas. Amabas la juventud o la idea de la juventud. Sabías ser primorosamente cómplice con los escritores que empezábamos. Tenías un don sagrado con los jóvenes: nos protegías sin paternalismo. Me consta que, en secreto, venerabas la bondad. Al final de tus bellas cartas cáusticas, antes de firmar Ballyear, solías insistir en que cuidara mi salud, en que hiciera el amor todo lo posible, en que valorase mi fuerza, en que amara a mis padres, en que no te hiciera caso. Como corresponsal -y bien lo sabe medio mundo- tu artesanía alcanzaba una intensidad desconcertante. Interpelado por tus palabras, aun si se trataba de alguna boutade divertida, uno sentía algo parecido a la exigencia de decir una verdad: Quítese la peluca, reza una cita de Chesterton que alguna vez usaste.
Desde luego hubo gente que te conoció mejor que yo. Tuviste amigos mucho más antiguos y cercanos. Vivíamos a cientos de kilómetros. No nos fuimos de viaje juntos, no compartimos novias, nunca escribimos un libro a medias. Y sin embargo, o por eso, necesito demorar cada momento como quien repasa un breve manuscrito incompleto. Y sin embargo, o por eso, siento como si hubiéramos coincidido en alguna parte lejos hace mucho. Me acuerdo de tu devoción por los peores poemas de Borges, de tu aversión por las estrofas clásicas, de tus diatribas contra las universidades o de esa cueva algo mohosa donde tramaste tus mejores páginas, aquella guarida donde te atrincherabas y en cuyas demacradas paredes ibas pinchando toda clase de papelitos y recortes de periódico. Recuerdo una partida de ajedrez que nos duró más de tres horas, y el rock mexicano que sonaba de fondo y que tú te encargabas de carraspear al unísono: Pero quién les ha dado el derecho para decidir/ el destino de los mexicanos... Te levantabas de tu asiento a cada rato, tocabas una guitarra imaginaria, hablabas con tu hijo o con tu esposa, me llenabas la copa sin probar ni un sorbo. Al final me ganaste. Si fuiste hipocondríaco, fue de puro inteligente: a fuerza de convertir tu salud frágil en parte de tu personaje, a fuerza de convertir el miedo en una constante broma irónica, conseguiste que ninguno de nosotros -tal vez ni siquiera tú- la tomáramos completamente en serio. Uno tiene la obligación moral de ser responsable de sus silencios, escribiste alguna vez. Vila-Matas ha dicho que la sensación que le quedaba con tu desaparición era la de una conversación interrumpida. Algo así nos ha sucedido a todos. Ahora lamento no haberte llamado, no haberte escrito más durante el último verano. Pero sé que no consentirías que emborrone esta carta disculpándome, Roberto, así que me limitaré a añadir que agradezco que hayas existido. Un fragmento del poema antes mencionado dice apenas monterrosa, temblorosamente: Nadie muere la víspera. ¿La víspera de qué? ¿Escribir morir en presente es un modo de decir nunca? ¿Nadie eras tú? ¿A quién moja la fuente civil que describías y que se te volvía fabulosa? Y ahora hazme el favor y déjate de muertes, que quedan más veranos y nos queda infinito de que hablar.

Andrés Neuman.

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