Thursday, January 05, 2006

Ultimamente estoy leyendo muchos cuentos, género que por prejuicio siempre me pareció vulgar, o aunque sea mas vulgar que la poesía y la novela. Estuve pensando mucho en la idea de un cuento perfecto, y las aproximaciones más dignas que se me ocurrieron son de Carver o de Chejov, aunque por motivos que no vienen al caso no pude evitar pensar en uno de mis cuentos favoritos. El autor es Max Beerbohm, escritor al que conocí durante el 2003, año en que viví de robar libros, leerlos y posteriormente venderlos a amigos que los compraban por lástima. Beerbohm nació en Londres en 1872 y murió en Rapallo, Italia, en 1956, y además de cuentos escribió novelas, crónicas, artículos, ensayos, y era dibujante y caricaturista. Es, posiblemente, el paradigma del escritor menor y el hombre feliz. Fue un hombre educado y bueno.

El cuento al que me refería es Enoch Soames, recogido en la antología de literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. El cuento habla sobre un poeta mediocre y pedante al que el autor conoce en su juventud. El poeta, que solamente escribió dos libros, a cuál mas malo, se hace amigo del jóven Beerbohm, que asi se convierte en testigo involuntario de sus desgracias. El cuento se transforma en un documento sobre la vida de tantos pobres pelotudos que eligen dedicarse a la literatura (raza sorprendentemente actual, nunca en extinción), y en un relato costumbrista que describe al Londres de finales del siglo XIX. Hasta ese momento es un cuento cómico, oscila entre el naturalismo y la crónica periodística (Beerbohm aparece con su nombre real, Aubrey Beardsley), entre la sátira y el costumbrismo. Y de golpe todo cambia. Por supuesto, en un momento Enoch Soames, abismado, consigue notar su mediocridad. El decaimiento y la desgana se apoderan de él. Una tarde Beerbohm lo encuentra en un restaurante. Hablan, el jóven narrador trata de levantarle la moral al poeta. Le hace notar que su situación económica no es mala, que puede vivir de rentas el resto de su vida, que posiblemente necesite solamente unas vacaciones. El mal poeta dice que de lo único que tiene ganas es de suicidarse y que lo daría todo por saber si su nombre va a perdurar. Entonces un vecino de mesa, un hombre con pinta de chulo porteño, les pide permiso para sentarse en su mesa. Se presenta como el Diablo y asegura que si Soames le vende su alma él lo hará viajar en el tiempo, cien años, hasta 1997, a la sala de lecturas del Museo Británico, donde Soames trabaja, para que constate él mismo si su nombre trascendió al tiempo. Soames, pese a los ruegos de Beerbohm, acepta. Antes de salir se compromete a verse nuevamente con Beerbohm en el mismo restaurante. Las horas siguientes están narradas como un sueño, como una pesadilla, como si Borges o Kafka lo narraran. Se produce el reencuentro entre el poeta y Beerbohm. El primero tiene la palidez de un muerto. Viajó en el tiempo. No encontró su nombre en ninguna enciclopedia, en ninguna antología. Pero sí encontró un cuento de Beerbohm titulado Enoch Soames, donde entre otras cosas se le ridiculiza. Después llega el Diablo y se lo lleva al infierno pese a los intentos que hace Beerbohm en sentido contrario.

Sobre el final del cuento hay una última sorpresa más, relacionada con la gente a la que Soames vio en el futuro. Y otra sorpresa, más ligera, relativa a las paradojas. Pero se lo dejo a los que tengas en su mano la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina, o a los que busquen desesperadamente un libro de Beerbohm en las bibliotecas.


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