Tuesday, April 04, 2006

Era una de esas historias sin final posible.
Alguien anónimo robaba los broches de la terraza
y las sábanas se soltaban de la cuerda.
Las piezas de dos rompecabezas se mezclaron,
nadie se dio cuenta, los actores de una obra
aparecidos misteriosamente en otro escenario
con otro decorado, en un texto desconocido.
No existió final para esa historia.
A la mañana, mientras dormías, salía a la calle
a comprar el desayuno. Café, queso, pan,
jamón, leche, cosas que no compraría
nunca estando solo. Y cuando volvía, con las bolsas
de tres negocios colgando, seguías durmiendo,
guardaba las bolsas en la heladera o la alacena
y me acostaba al lado tuyo unas pocas horas más. Las piezas
de dos rompecabezas se mezclaron
y no nos dimos cuenta: nos pasamos siglos
intentando encajarlas y construir un paisaje
o una princesita perfecta, pero no hubo forma.
A la noche cuando dormíamos se inventaba solo
un tango rarísimo. Hubo una verdura que se puso blanda
después de unas horas sobre la mesada.
Después de dos meses me desperté con dolor de cabeza
a las ocho de la noche un domingo de otoño.
No prendí la luz, escuché música, leí, miré por la ventana.

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